Acción

Hannah Arendt

Todas las penas pueden soportarse si las ponemos en una historia o contamos una historia sobre ellas.

Isak Dlnesen






Con palabra y acto nos insertamos en el mundo humano, y esta inserción es como un segundo nacimiento, en el que confirmamos y asumimos el hecho desnudo de nuestra original apariencia física. A dicha inserción no nos obliga la necesidad, como lo hace la labor, ni nos impulsa la utilidad, como es el caso del trabajo. Puede estimularse por la presencia de otros cuya compañía deseemos, pero nunca está condicionada por ellos; su impulso surge del comienzo, que se adentró en el mundo cuando nacimos y al que respondemos comenzando algo nuevo por nuestra propia iniciativa.1 Actuar, en su sentido más general, significa tomar una iniciativa, comenzar (como indica la palabra griega archein, «comenzar», «conducir» y finalmente «gobernar»), poner algo en movimiento (que es el significado original del agere latino). Debido a que son initium los recién llegados y principiantes, por virtud del nacimiento, los hombres toman la iniciativa, se aprestan a la acción. [Initium] ergo ut esset, creatus est homo, ante quem nullus fuit ("para que hubiera un comienzo, fue creado el hombre, antes del cual no había nadie»), dice san Agustín en su filosofía política.2 Este comienzo no es el mismo que el del mundo;3 no es el comienzo de algo, sino de alguien que es un principiante por sí mismo. Con la creación del hombre, el principio del comienzo entró en el propio mundo, que, claro está, no es más que otra forma de decir que el principio de la libertad se creó al crearse al hombre, no antes.

En la propia naturaleza del comienzo radica que se inicie algo nuevo que no puede esperarse de cualquier cosa que haya ocurrido antes. Este carácter de lo pasmoso inesperado es inherente a todos los comienzos y a todos los orígenes. Así, el origen de la vida a partir de la materia inorgánica es una infinita improbabilidad de los procesos inorgánicos, como lo es el nacimiento de la Tierra considerado desde el punto de los procesos, del universo, o la evolución de la vida humana a partir de la animal. Lo nuevo siempre se da en oposición a las abrumadoras desigualdades de las leyes estadísticas y de su probabilidad, que para todos los fines prácticos y cotidianos son certeza; por lo tanto, lo nuevo siempre aparece en forma de milagro. El hecho de que el hombre sea capaz de acción significa que cabe esperarse de él lo inesperado, que es capaz de realizar lo que es infinitamente improbable. Y una vez más esto es posible debido sólo a que cada hombre es único, de tal manera que con cada nacimiento algo singularmente nuevo entra en el mundo. Con respecto a este alguien que es único cabe decir verdaderamente que nadie estuvo allí antes que él. Si la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, si es la realización de la condición humana de la natalidad, entonces el discurso corresponde al hecho de la distinción y es la realización de la condición humana de la pluralidad, es decir, de vivir como ser distinto y único entre iguales.

Acción y discurso están tan estrechamente relacionados debido a que el acto primordial y específicamente humano debe contener al mismo tiempo la respuesta a la pregunta planteada a todo recién llegado: "¿Quién eres tú?". Este descubrimiento de quién es alguien está implícito tanto en sus palabras como en sus actos; sin embargo, la afinidad entre discurso y revelación es mucho más próxima que entre acción y revelación,4 de la misma manera que la afinidad entre acción y comienzo es más estrecha que la existente entre discurso y comienzo, aunque muchos, incluso la mayoría de los actos se realizan a manera de discurso. En todo caso, sin el acompañamiento del discurso, la acción no sólo perdería su carácter revelador, sino también su sujeto, como si dijéramos; si en lugar de hombres de acción hubiera robots se lograría algo que, hablando humanamente por la palabra y, aunque su acto pueda captarse en su cruda apariencia física sin acompañamiento verbal, sólo se hace pertinente a través de la palabra hablada en la que se identifica como actor, anunciando lo que hace, lo que ha hecho y lo que intenta hacer.

Ninguna otra realización humana requiere el discurso en la misma medida que la acción. En todas las demás, el discurso desempeña un papel subordinado, como medio de comunicación o simple acompañamiento de algo que también pudo realizarse en silencio. Cierto es que el discurso es útil en extremo como medio de comunicación e información, pero como tal podría reemplazarse por un lenguaje de signos, que tal vez demostrara ser más útil y conveniente para transmitir ciertos significados, como en el caso de las matemáticas y otras disciplinas científicas o en ciertas formas de trabajo en equipo. Así, también es cierto que la capacidad del hombre para actuar, y especialmente para hacerlo concertadamente, es útil en extremo para los fines de autodefensa o de búsqueda de intereses; pero si no hubiera nada más en juego que el uso de la acción como medio para alcanzar un fin, está claro que el mismo fin podría alcanzarse mucho más fácilmente en muda violencia, de manera que la acción no parece un sustituto muy eficaz de la violencia, al igual que el discurso, desde el punto de vista de la pura utilidad, se presenta como un difícil sustituto del lenguaje de signos.

Mediante la acción y el discurso, los hombres muestran quiénes son, revelan activamente su única y personal identidad y hacen su aparición en el mundo humano, mientras que su identidad física se presenta bajo la forma única del cuerpo y el sonido de la voz, sin necesidad de ninguna actividad propia. El descubrimiento de "quién" en contradistinción al "qué" es alguien –sus cualidades, dotes, talento y defectos que exhibe u oculta– está implícito en todo lo que ese alguien dice y hace. Sólo puede ocultarse en completo silencio y perfecta pasividad, pero su revelación casi nunca puede realizarse como fin voluntario, como si uno poseyera y dispusiese de este "quién" de la misma manera que puede hacerlo con sus cualidades. Por el contrario, es más que probable que el "quién", que se presenta tan claro e inconfundible a los demás, permanezca oculto para la propia persona, como el daimón de la religión griega que acompañaba a todo hombre a lo largo de su vida, siempre mirando desde atrás por encima del hombro del ser humano y por lo tanto sólo visible a los que éste encontraba de frente.

Esta cualidad reveladora del discurso y de la acción pasa a primer plano cuando las personas están con otras, ni a favor ni en contra, es decir, en pura contigüidad humana. Aunque nadie sabe a quién revela cuando uno se descubre a sí mismo en la acción o la palabra, voluntariamente se ha de correr el riesgo de la revelación, y esto no pueden asumirlo ni el hacedor de buenas obras, que debe ocultar su yo y permanecer en completo anonimato, ni el delincuente, que ha de esconderse de los demás. Los dos son figuras solitarias, uno a favor y el otro en contra de todos los hombres; por lo tanto, permanecen fuera del intercambio humano y, políticamente, son figuras margínales que suelen entrar en la escena histórica en período de corrupción, desintegración y bancarrota política. Debido a su inherente tendencia a descubrir al agente junto con el acto, la acción necesita para su plena aparición la brillantez de la gloria, sólo posible en la esfera pública.

Sin la revelación del agente en el acto, la acción pierde su específico carácter y pasa a ser una forma de realización entre otras. En efecto, entonces no es menos medio para un fin que lo es la fabricación para producir un objeto. Esto ocurre siempre que se pierde la contigüidad humana, es decir, cuando las personas sólo están a favor o en contra de las demás, por ejemplo durante la guerra, cuando los hombres entran en acción y emplean medios de violencia para lograr ciertos objetivos en contra del enemigo. En estos casos, que naturalmente siempre se han dado, el discurso se convierte en "mera charla", simplemente en un medio más para alcanzar el fin, ya sirva para engañar al enemigo o para deslumhrar a todo el mundo con la propaganda; las palabras no revelan nada, el descubrimiento sólo procede del acto mismo, y esta realización, como todas las realizaciones, no puede revelar al "quién", a la única y distinta identidad del agente.

En estos casos la acción pierde la cualidad mediante la que trasciende la simple actividad productiva, que, desde la humilde fabricación de objetos de uso hasta la inspirada creación de obras de arte, no tiene más significado que el que se revela en el producto acabado y no intenta mostrar más de lo claramente visible al final del proceso de producción. La acción sin un nombre, un "quién" unido a ella, carece de significado, mientras que una obra de arte mantiene su pertinencia conozcamos o no el nombre del artista. Los monumentos al "Soldado Desconocido" levantados tras la Primera Guerra Mundial testimonian la necesidad aún existente entonces de glorificación, de encontrar un "quién", un identificáble alguien al que hubieran revelado los cuatro años de matanza. La frustración de ese deseo y la repugnancia a resignarse al hecho brutal de que el agente de la guerra no era realmente nadie, inspiró la erección de los monumentos al "desconocido", a todos los que la guerra no había dado a conocer, robándoles no su realización, sino su dignidad humana.5





1 Esta descripción se halla apoyada por recientes descubrimientos en psicología y biología, que también acentúan la interna afinidad entre discurso y acción, su espontaneidad y finalidad práctica. Véase en especial Amold Gehlen, Der Mensch: Seine Natur undseine Steltung in der Welt (1955), que ofrece un excelente resumen de los resultados e interpretaciones de la actual investigación científica y contiene gran cantidad de valiosas percepciones. Que Gehlen, al igual que los científicos en cuyos resultados basa sus propias teorías, crea que estas capacidades específicas humanas sean también una "necesidad biológica", es decir, necesarias para un organismo biológicamente débil y mal adecuado como es el del hombre, es otra cuestión que aqui no nos concierne.

2 De civitate Dei, XII. 20.

3 Según san Agustín, los dos eran tan distintos que empleaba la palabra inítium para indicar el comienzo del hombre y principium para designar el comienzo del mundo, que es la traducción modelo del primer verso de la Biblia. Como puede verse en De cíviíaíe Dei, XI. 32, la palabra principium tenía para san Agustín un significado mucho menos radical; el comienzo del mundo «no significa que nada fuera hecho antes (porque los ángeles existían)», mientras que explícitamente añade en la frase citada con referencia al hombre que nadie existia antes de él.

4 Por esta razón dice Platón que lexis («discurso») se adhiere más estrechamente a la verdad que la praxis.

5 Una fábula (1954) de WíIIiam Faulkner sobrepasa a casi toda la literatura de la Primera Guerra Mundial en perceptividad y claridad debido a que su héroe es el Soldado Desconocido.

Sobre la revolución

Hannah Arendt








En sus orígenes la palabra «revolución» fue un término astronómico que alcanzó una importancia creciente en las ciencias naturales gracias a la obra de Copérnico De revolutionibus orbium coelestium1. En el uso científico del término se conservó su significación precisa latina y designaba el movimiento regular, sometido a leyes y rotatorio de las estrellas, el cual, desde que se sabía que escapaba a la influencia del hombre y era, por tanto, irresistible, no se caracterizaba ciertamente ni por la novedad ni por la violencia. Por el contrario, la palabra indica claramente un movimiento recurrente y cíclico; es la traducción latina perfecta de ἀνακύκλωσις de Polibio, un término que también tuvo su origen en la astronomía y se utilizó metafóricamente en la esfera de la política. Referido a los asuntos seculares del hombre, sólo podía significar que las pocas formas de gobierno conocidas giran entre los mortales en una recurrencia eterna y con la misma fuerza irresistible con que las estrellas siguen su camino predestinado en el firmamento. Nada más apartado del significado original de la palabra «revolución» que la idea que ha poseído y obsesionado a todos los actores revolucionarios, es decir, que son agentes en un proceso que significa el fin definitivo de un orden antiguo y alumbra un mundo nuevo.

Si el fenómeno de las revoluciones modernas fuese tan sencillo como una definición de libro de texto, la elección de la palabra «revolución» sería aún más enigmático de lo que realmente es. Cuando por primera vez la palabra descendió del firmamento y fue utilizada para describir lo que ocurría a los mortales en la tierra, hizo su aparición evidentemente como una metáfora, mediante la que se transfería la idea de un movimiento eterno, irresistible y recurrente a los movimientos fortuitos, los vaivenes del destino humano, los cuales han sido comparados, desde tiempo inmemorial, con la salida y puesta del sol, la luna y las estrellas. En el siglo XVII, cuando por primera vez encontramos la palabra empleada en un sentido político, su contenido metafórico estaba aún más cerca del significado original del término, ya que servía para designar un movimiento de retroceso a un punto preestablecido y, por extensión, de retrogresión a un orden predestinado. Así, la palabra se utilizó por primera vez en Inglaterra, no cuando estalló lo que nosotros llamamos una revolución y Cromwell se puso al frente de la primera dictadura revolucionaria, sino, por el contrarío, en 1660, tras el derrocamiento del Rump Parlament* y con ocasión de la restauración de la monarquía. En el mismo sentido se usó la palabra en 1688, cuando los Estuardos fueron expulsados y la corona fue transferida a Guillermo y María2. La «Revolución gloriosa», el acontecimiento gracias al cual, y de modo harto paradójico, el vocablo encontró su puesto definitivo en el lenguaje político e histórico, no fue concebida de ninguna manera como una revolución, sino como una restauración del poder monárquico a su gloria y virtud primitivas.

El hecho de que la palabra «revolución» significase originalmente restauración, algo que para nosotros constituye precisamente su polo opuesto, no es una rareza más de la semántica. Las revoluciones de los siglos XVII y XVIII, que para nosotros representan un nuevo espíritu, el espíritu de la Edad Moderna, fueron proyectadas como restauraciones. Es cierto que las guerras civiles inglesas prefiguraron un gran número de tendencias que, hoy en día, nosotros asociamos con lo que hubo de fundamentalmente nuevo en las revoluciones del siglo XVIII: la aparición de los Niveladores y la forma-ción de un partido compuesto exclusivamente por el pueblo bajo, cuyo radicalismo terminó por plantear un conflicto con los líderes de la revolución, apuntan claramente al curso de la Revolución Francesa; de otro lado, la demanda de una constitución escrita, como «el fundamento de un gobierno justo», presentada por los Niveladores y, en alguna medida, hecha realidad cuando Cromwell promulgó un «Instrumento de gobierno» a fin de constituir el Protectorado, anticipa uno de los hechos más importantes, si no el que más, de la Revolución americana. Lo cierto, en todo caso, es que la victoria efímera de esta primera revolución moderna fue interpretada oficialmente como una restauración, es decir, como la «libertad restaurada por la gracia de Dios», según reza la inscrip-ción que aparece sobre el gran sello de 1651.

Para nosotros, resulta de mayor interés ver lo que ocurrió un siglo más tarde. No nos interesa la historia de las revoluciones en sí misma (su pasado, sus orígenes y el curso de su desarrollo). Si queremos saber qué es una revolución —sus implicaciones gene-rales para el hombre en cuanto ser político, su significado político para el mundo en que vivimos, su papel en la historia moderna— debemos dirigir nuestra atención hacia aquellos momentos de la his-toria en que hicieron su aparición las revoluciones, en que adqui-rieron una especie de forma definida y comenzaron a cautivar el espíritu de los hombres, con independencia de los abusos, cruelda-des y atentados a la libertad que puedan haberles conducido a la rebelión; es decir, debemos dirigir nuestra atención a las Revoluciones americana y francesa y debemos tener en cuenta que ambas estuvieron dirigidas, en sus etapas iniciales, por hombres que estaban firmemente convencidos de que su papel se limitaba a restaurar un antiguo orden de cosas que había sido perturbado y violado por el despotismo de la monarquía absoluta por los abusos del gobierno colonial. Estos hombres expresaron con toda sinceridad que lo que ellos deseaban era volver a aquellos antiguos tiempos en que las cosas habían sido como debían ser.

Todo esto ha suscitado una enorme confusión, especialmente por lo que se refiere a la Revolución americana, la cual no devoró a sus propios hijos y en la cual, por consiguiente, los hombres que habían iniciado la «restauración» fueron los mismos que comenzaron y terminaron la Revolución e incluso vivieron lo suficiente como para elevarse al poder y a las funciones públicas dentro del nuevo orden de cosas. Lo que concibieron como una restauración, como el restablecimiento de sus antiguas libertades, se convirtió en una revolución y sus ideas y teorías acerca de la constitución británica, los derechos de los ingleses y las formas del gobierno colonial desembocaron en una declaración de independencia. Ahora bien, el movimiento que condujo a la revolución sólo fue revolucionario por inadvertencia y «Benjamín Franklin, que disponía de más información de primera mano sobre las colonias que cualquier otro hombre, escribiría más tarde con toda sinceridad: ‘Nunca había oído en una conversación con cualquier persona, por borracha que estuviese, ni la más mínima expresión del deseo de una separación, o la insinuación de que tal cosa pudiese ser beneficiosa para América’»3. Es imposible decir si estos hombres eran «conservadores» o «revolucionarios», si se emplean estas palabras fuera de su contexto histórico, como términos genéricos, olvidando que el conservadurismo, como credo o ideología políticos, debe su existencia a una reacción producida por la Revolución Francesa y sólo tiene sentido el vocablo cuando se aplica a la historia de los siglos XIX y XX. La misma reflexión puede hacerse, aunque quizá de modo menos equívoco, con respecto a la Revolución Francesa; también aquí, según las palabras de Tocqueville, «se hubiera podido pensar que el propósito de la revolución en marcha no era la destrucción del Antiguo Régimen, sino su restauración»4. Incluso cuando, durante el curso de ambas revoluciones, sus actores llegaron a tener conciencia de la imposibilidad de la restauración y de la necesidad de embarcarse en una empresa totalmente inédita y cuando, por tanto, la propia palabra «Revolución» había adquirido ya su nuevo significado, Thomas Paine todavía podía, fiel al espíritu del pasado, proponer con toda seriedad que se designase a las Revoluciones americana y francesa con el nombre de «contrarrevolución»5. Esta propuesta, tan rara en uno de los hombres más «revolucionarios» de su tiempo, nos muestra, en pocas palabras, cuan apegados estaban los corazones y los espíritus de los revolucionarios a la idea de restauración, de vuelta al pasado. Paine sólo deseaba restituir su antiguo significado a la palabra «revolución» y expresar su firme convicción de que los acontecimientos de la época habían sido los causantes de que los hombres volviesen la mirada a un «período primitivo» en el que poseían los derechos y libertades que la tiranía y la conquista les habían quitado. Este «período primitivo» no significa en modo alguno el estado de naturaleza hipotético y prehistórico según lo concibió el siglo XVII, sino un período concreto, aunque no definido, de la historia.

Recordemos que Paine utilizó el término «contrarrevolución» como respuesta a la enérgica defensa hecha por Burke de los derechos de los ingleses, garantizados por la costumbre inmemorial y la historia, frente a la novedosa idea de los derechos del hombre. Pero lo importante es que Paine, en no menor medida que Burke, se dio cuenta de que el argumento de la novedad absoluta no «se pronunciaría en favor de la autenticidad y legitimidad de tales derechos, sino al contrario. No es necesario añadir que en su plantea-miento histórico, Burke estaba en lo cierto y Paine no. No existe ningún período de la historia al que pudiera retrotraerse la Declaración de los Derechos del Hombre. Es posible que ya antes se hubiese reconocido la igualdad de los hombres ante Dios o los dioses, ya que este reconocimiento no es de origen cristiano, sino romano; los esclavos romanos podían ser miembros de pleno derecho de las corporaciones religiosas y, dentro de los límites del derecho sacro, su estatuto legal era el mismo que el de un hombre libre<6. Pero la idea de derechos políticos inalienables que corresponden al hombre en virtud del nacimiento hubiera parecido a los hombres de todas las épocas anteriores a la nuestra, igual que a Burke, una contradicción en los términos. Es interesante señalar que la palabra latina homo, el equivalente de «hombre», significó en su origen alguien que no era más que eso, un hombre, una persona a secas, y, por tanto, también un esclavo.

Para nuestro propósito actual y, en especial, a fin de comprender la faceta rnás alusiva y, sin embargo, más impresionante de las revoluciones modernas, es decir, el espíritu revolucionario, es importante recordar que la noción de novedad e innovación en cuanto tal ya existía con anterioridad a las revoluciones, pese a lo cual no estuvo presente en sus orígenes. En éste, como en otros aspectos, se estaría inclinado a afirmar que los hombres de las revoluciones estaban anticuados con relación a su propia época, evidentemente an-ticuados si se comparan con los hombres de ciencia y los filósofos del siglo XVII, quienes, como Galileo, subrayarían, «la novedad absoluta» de sus descubrimientos, o, como Hobbes, pretenderían que la filosofía política era «tan joven como mí libro De Cive», o como Descartes, insistirían en que ningún filósofo antes que él había hecho verdadera filosofía. Por supuesto, ciertas reflexiones sobre «el nuevo continente» que había dado nacimiento a «un hombre nuevo», del tipo de las citadas de Crèvecoeur o John Adams y que podríamos encontrar en otros autores menos conocidos, fueron bastante corrientes. Pero, a diferencia de las pretensiones de filósofos y científicos, tanto el hombre nuevo como el nuevo país se imaginaron como dones de la Providencia, no como un producto humano. En otras palabras, el extraño «pathos», de la novedad, tan característico de la Edad Moderna, necesitó casi dos siglos para salir del aislamiento relativo de la ciencia y la filosofía y alcanzar la esfera de la política. (Según la expresión de Robespierre: «Tout a changé dans l’ordre physique; et tout doít changer dans l’ordre moral et politique.») Ahora bien, cuando llegó a la esfera de la política, dentro de la cual los acontecimientos interesan a la multi-tud y no a la minoría, no sólo adquirió una expresión más radical, sino que llegó a estar dotado de una realidad característica de la esfera política exclusivamente. Sólo durante el curso de las revoluciones del siglo XVIII los hombres comenzaron a tener conciencia de que un nuevo origen podía constituir un fenómeno político, que podía ser resultado de lo que los hombres hubiesen hecho y de lo que conscientemente se propusiesen hacer. Desde entonces, un «continente nuevo» y el «hombre nuevo» que de él surgiese no fueron ya necesarios para inspirar la esperanza en un nuevo orden de cosas. El novus ordo saeclorum ya no era una bendición dispersada por el «gran proyecto y designio de la Providencia», ni la novedad la posesión orgullosa y, a la vez, espantosa de los pocos. Una vez que la novedad había llegado a la plaza pública, significó el origen de una nueva historia, que habían iniciado, sin proponérselo los hombres de acción, para que fuese hecha realidad, ampliada y prolongada por su posteridad.

Si bien los elementos de novedad origen y violencia todos los cuales aparecen íntimamente unidos nuestro concepto de revolución, brillan por su ausencia tanto en el significado original de la palabra como en su primitivo uso metafórico en el lenguaje político, hay otra connotación del término astronómico, a la que ya me he referido antes brevemente, que ha conservado toda su fuerza en el uso actual de la palabra. Me refiero a la idea de irresistibilidad o sea, al hecho de que el movimiento rotatorio de las estrellas sigue un camino predestinado y es ajeno a toda influencia del poder humano. Sabemos, o creemos saber, la fecha exacta en que la palabra «revolución» se empleó por primera vez cargando todo el acento sobre la irresistibilidad y sin aludir para nada a un movimiento retrogiratorio; este aspecto nos parece hoy tan importante para el concepto de revolución que es corriente fijar el nacimiento del nuevo significado político del antiguo término astronómico en el momento en que comienza esta nueva acepción.

La fecha fue la noche del catorce de julio de 1789, en París, cuando Luis XVI se enteró por el duque de La Rochefoucauld– Liancourt de la toma de la Bastilla, la liberación de algunos presos y la defección de las tropas reales ante un ataque del pueblo. El famoso diálogo que se produjo entre el rey y su mensajero es muy breve y revelador. Según se dice, el rey exclamó: «C’est une révolte», a lo que Liancourt respondió: «Non, Sire, c’est une révolution». Todavía aquí, por última vez desde el punto de vista político, la palabra es pronunciada en el sentido de la antigua metáfora que hace descender su significado desde el firmamento hasta la tierra; pero, quizá por primera vez, el acento se ha trasladado aquí por completo desde la legalidad de un movimiento rotatorio y cíclico a su irresistibilidad7. El movimiento es concebido todavía a imitación del movimiento de las estrellas, pero lo que ahora se subraya es que escapa al poder humano la posibilidad de detenerlo y, por tanto, obedece a sus propias leyes. Al declarar el rey que el tumulto de la Bastilla era una revuelta, afirmaba su poder y los diversos ins-trumentos que tenía a su disposición para hacer frente a la conspi-ración y al desafío a la autoridad; Liancourt replicó que lo que había ocurrido era algo irrevocable que escapaba al poder de un rey. ¿Qué veía Liancourt, qué vemos u oímos nosotros, al escuchar este extraño diálogo, que le hiciese pensar (y nosotros sabemos que así era) que se trataba de algo irresistible e irrevocable?

Para empezar, la respuesta parece sencilla. Tras sus palabras todavía podemos ver y oír a la muchedumbre en marcha irrumpiendo en las calles de París, que era entonces no sólo la capital de Francia sino de todo el mundo civilizado: la insurrección del populacho de la gran ciudad unido inextricablemente al levantamiento del pueblo en nombre de la libertad, irresistibles ambos por la fuerza de su número. Esta multitud que se presentaba por vez primera a la luz del día era, realmente la multitud de los pobres y los oprimidos, a la que los siglos anteriores había mantenido oculta en la oscuridad y en la ignominia. Lo que desde entonces ha mostrado ser irrevocable y que los agentes y espectadores de la revolución reconocieron de inmediato como tal, fue que la estera de lo público —reservada desde tiempo inmemorial a quienes eran libres, es decir, libres de todas las zozobras que impone la necesidad— debía dejar espacio y luz para esa inmensa mayoría que no es libre debido a que está sujeta a las necesidades cotidianas.

La noción de un movimiento irresistible, que el siglo XIX iba pronto a traducir conceptualmente a la idea de la .necesidad histórica; resuena desde la primera hasta la última página de la Revolución Francesa. Súbitamente, todo un nuevo conjunto de imágenes comienza a florecer en torno a la antigua metáfora y un vocabulario totalmente nuevo se introduce en el lenguaje político. Cuando hoy pensamos en la revolución, casi automáticamente lo hacemos a través de estas imágenes, nacidas durante aquellos años; a través del torrent révolutionnaire de Desmoulins, sobre cuyas tumultuosas olas se mantuvieron y marcharon los actores de la revolución hasta que la resaca les tragó y fueron a perecer junto a sus enemigos, los agentes de la contrarrevolución. En efecto, la poderosa corriente de la revolución se vio, según la expresión de Robespierre, constantemente acelerada por los «crímenes de la tiranía», de una parte, y por los «progresos de la libertad», de otra, los cuales se excitaban mutuamente, de tal modo que movimiento y contramovimiento ni se equilibraban ni se detenían el uno al otro, sino que, de modo misterioso, parecían engrosar una corriente de «violencia progresiva» que fluía en una misma dirección con una rapidez siempre en aumento8. Esta es la «majestuosa corriente de lava de la revolución que no respeta nada y que nadie puede detener», según la contempló Georg Forster en 17939; es también el espectáculo que ha caído bajo el signo de Saturno: «La revolución devorando a sus propios hijos», como dijo Vergniaud, el gran orador de la Gironda. Esta es «la tempestad revolucionaria» que puso la revolución en marcha, la tempête révolutionnaire de Robespierre y su marche de la révolution, la poderosa borrasca que barrió o sumergió el origen inolvidable y de hecho nunca olvidado, la afirmación de «la grandeza del hombre contra la mezquindad de los poderosos», según dijo Robespierre10, o «la vindicación del honor de la raza humana», según la expresión de Hamilton11. Parecía como si una fuerza mayor que el hombre hubiese intervenido cuando éste comenzó a afirmar su grandeza y a reivindicar su honor.

Durante las décadas que siguieron a la Revolución Francesa predominó esta metáfora de una poderosa corriente subterránea que arrastraba consigo a los hombres, primero a la superficie de las gloriosas proezas y, después, hasta el fondo, al peligro y a la infamia. Diversas metáforas en que la revolución aparece no como resultado del esfuerzo humano, sino como un proceso irresistible, metáforas de corriente y torrentes fueron acuñadas por los propios actores de la Revolución, quienes, por mucho que se hubiesen emborrachado con el vino de la libertad en el terreno de lo abstracto, ya no creían que fueran agentes libres. ¿Es que hubieran podido —aun en los instantes de sobriedad— creer que ellos eran, ni ha-bían sidonunca,losautoresdesuspropiashazañas? ¿Nofuelafuriosa tormenta de los sucesos revolucionarios la que les había hecho cambiar sus convicciones más íntimas en cuestión de muy pocos años? ¿No habían sido realistas en 1789 los mismos que en 1793 no sólo se vieron conducidos a la ejecución de un rey (independientemente de que hubiera sido o no un traidor), sino a la condena de la monarquía como «un crimen eterno» (Saint-Just)? ¿No habían sido abogados ardientes de los derechos de la propiedad privada los mismos que en Ventoso de 1794 proclamaron la confiscación de las propiedades, no sólo de la Iglesia y de los emigres, sino también de todos los «sospechosos», para que fueran entregadas a los «desfavorecidos por la fortuna»? ¿No habían servido como factor decisivo en la formulación de una constitución cuyo principio básico era una descentralización radical, que ellos mismos iban a rechazar poco después como despreciable, a fin de establecer en su lugar un gobierno revolucionario de comités, más centralizado que todo lo que el ancien régime se había atrevido a poner en práctica? ¿No se vieron comprometidos, y hasta lograron la victoria, en una guerra que nunca habían deseado y en la que nunca creyeron poder vencer? ¿Qué otra cosa podía quedar en pie al final sino el conocimiento que de algún modo poseían desde el comienzo, es decir (en palabras de Robespierre en una carta a su hermano escrita en 1789), que. «la presente Revolución ha producido en pocos días sucesos más importantes que toda la historia anterior de la humanidad»? Uno está inclinado a pensar que, al fin y al cabo, todo ello debe haber bastado.

A partir de la Revolución Francesa ha sido corriente interpretar toda insurrección violenta, fuese revolucionaria o contrarrevolucionaria, como la continuación del movimiento iniciado originalmente en 1789, como si las épocas de quietud y restauración no fuesen más que pausas durante las cuales se escondía la corriente para recobrar fuerzas y salir de nuevo a la superficie: en 1830 y 1832, en 1848 y 1851, en 1871, para mencionar únicamente las fechas más importantes del siglo XIX. En cada ocasión, los partidarios y los enemigos de estas revoluciones interpretaron los acontecimientos como una consecuencia inmediata de 1789. Y sí es cierto, como dijo Marx, que la Revolución Francesa había sido interpretada con ropaje romano, es igualmente cierto que todas las revoluciones que le sucedieron, incluida la Revolución de Octubre, fueron interpretadas siguiendo las pautas y las efemérides que condujeron desde el catorce de julio al nueve de Termidor y al dieciocho de Brumario —fechas que han quedado tan impresas en la memoria del pueblo francés que incluso hoy son identificadas de inmediato por todo el mundo con la toma de la Bastilla, la muerte de Robespierre y la subida al poder de Napoleón Bonaparte. No ha sido en nuestros días, sino a mediados del siglo XIX, cuando el término «revolución permanente», o más propiamente révolution en permanence, fue acuñada (por Proudhon) y, con ella, la noción de que nunca han existido varias revoluciones, que sólo hay una revolución, idéntica a sí misma y perpetua12.

Si el nuevo contenido metafórico de la palabra «revolución» brotó directamente de las experiencias de quienes primero hicieron y después se identificaron con la Revolución en Francia, debió representar un grado aún mayor de verosimilitud para quienes observaban su desarrollo, como si fuera un espectáculo, desde el exterior. Lo que más llamaba la atención en este espectáculo era que ninguno de sus actores podía controlar el curso de los acontecimientos, que dicho curso tomó una dirección que tenía poco que ver, sí tenía algo, con los objetivos y propósitos conscientes de los hombres, quienes, por el contrario, si querían sobrevivir, debían someter su voluntad e intención a la fuerza anónima de la revolución. Todo esto nos parece hoy un lugar común y probablemente nos resulte difícil comprender que de ello pudiera derivarse algo que no fuera una trivialidad. No obstante, debe bastarnos recordar la historia de la Revolución americana, donde ocurrió exactamente lo contrario, y la fuerza extraordinaria con que caló en todos sus actores el sentimiento de que el hombre es dueño de su destino, al menos por lo que se refiere al gobierno político, para darnos cuenta del impacto que debió suponer el espectáculo de la impotencia del hombre para poner orden en sus propias acciones. La conocida decepción sufrida por la generación europea que vivió los fatales sucesos, desde 1789 hasta la restauración de los Borbones, se transformó casi inmediatamente en un sentimiento de temor y reverencia ante el poder de la propia historia. Donde poco antes, es decir, en la época feliz de la Ilustración, sólo el poder despótico del monarca parecía interponerse entre el hombre y su libertad de acción, se había levantado súbitamente una fuerza mucho más poderosa, capaz de constreñir a su capricho a los hombres y frente a la cual no había reposo, ni rebelión, ni escape: la fuerza de la historia y la necesidad histórica.

Teóricamente la consecuencia de mayor alcance de la Revolución Francesa fue el nacimiento del concepto moderno de la historia en la filosofía de Hegel. La idea verdaderamente revolucionaria de Hegel era que el antiguo absoluto de los filósofos se manifestaba a sí mismo en la esfera de los asuntos humanos, esto es, precisamente en ese dominio de las experiencias humanas que, de modo unánime, los filósofos habían descartado como fuente o manantial de las normas absolutas. La Revolución Francesa representaba el modelo de esta nueva revelación a través de un proceso histórico, y la razón por la cual la filosofía alemana poskantiana ejerció una influencia tan enorme sobre el pensamiento europeo del siglo XX, especialmente en aquellos países expuestos al desasosiego revolu-cionario —Rusia, Alemania, Francia— no tuvo nada que ver con su pretendido idealismo, sino, por el contrario, con el abandono de la esfera de la especulación pura y con el intento de formular una filosofía que correspondiera y abarcase conceptualmente las experiencias más recientes y reales del tiempo. Sin embargo, se trataba de una comprensión teórica, en el sentido antiguo y originario de la palabra «teoría»; la filosofía de Hegel aunque interesada por la acción y la esfera de los asuntos humanos; era contemplativa. Al volver su mirada atrás, el pensamiento convirtió en histórico, todo lo que había sido político —acciones, palabras, sucesos— y el resultado fue que el nuevo mundo que las revoluciones del siglo XVIII habían alumbrado no recibió, como todavía reclamaba Tocqueville, una «nueva ciencia de la política»13, sino una filosofía de la historia (sin qué nos interese ahora quizá la más trascendental transformación de la filosofía en filosofía de la historia).

Desde un punto de vista político, el sofisma sobre el que se alza esta filosofía nueva y típicamente moderna es relativamente sencillo. Consiste en la descripción y comprensión del reino total de la acción humana sin referirlo al actor y al agente, sino desde el punto de vista del espectador que contempla un espectáculo. Sin embargo, no es fácil descubrir el sofisma, debido a la parte de verdad que encierra; en efecto, todas las historias iniciadas y realizadas por hombres descubren su verdadero sentido únicamente cuando han llegado a su fin, de tal modo que puede pensarse que sólo al espectador, y no al agente, le cabe la esperanza de comprender lo que realmente ocurrió en una cadena dada de hechos y acontecimientos. De este modo, el espectador de la Revolución Francesa estaba en mejores condiciones que sus actores para entender la Revolución como necesidad histórica o el carácter «fatal» de la figura de Napoleón Bonaparte14. Pero lo que realmente importa es que todos aquellos que, a lo largo del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, siguieron las huellas de la Revolución Francesa se consideraron no como simples sucesores de los hombres de esta Revolución, sino como agentes de la historia y de la necesidad histórica, con el resultado evidente y, sin embargo, paradójico, de que la necesidad sustituyó a la libertad como categoría principal del pensamiento político y revolucionario.

Pese a todo, es dudoso que sin la Revolución Francesa la filosofía se hubiera aventurado nunca a interesarse por el reino de los asuntos humanos, esto es, a descubrir la verdad absoluta en un dominio que es gobernado por las relaciones interhumanas y que, por tanto, es relativo por definición. La verdad, aunque fue concebida «históricamente», es decir, como algo que se despliega en el tiempo y que, por consiguiente, no exigía una validez intemporal, tenía que ser, no obstante, válida para todos los hombres, sin consideración del lugar en que habitan ni del país del que son ciudadanos. En otras palabras, la verdad no correspondía ni se refería a los ciudadanos, entre los cuales sólo podía existir una multitud de opiniones, ni tampoco a los nacionales, cuyo sentido de la verdad estaba limitado por su propia historia y experiencia nacional. La libertad tenía que referirse al hombre qua hombre, el cual, como realidad tangible y mundana, no existía en parte alguna. Por consiguiente, la historia, si quería llegar a ser un medio para la revelación de la verdad, tenía que ser historia mundial y la verdad que en ella se manifestase tenía que ser un «espíritu universal». Pero si bien el concepto de que la historia sólo podía alcanzar dignidad filosófica en el supuesto de que abarcase a todo el mundo y al destino de todos los hombres, la idea de la historia mundial es, en sí misma de origen político; fue precedida por las revoluciones americana y francesa, las cuales pretendían haber inaugurado una nueva era para toda la humanidad, por tratarse de acontecimientos que afectaban a todos los hombres qua hombres, sin importar dónde vivían, cuáles eran sus circunstancias o cuál era su nacionalidad. La propia idea de la historia mundial nació del primer ensayo de política mundial y, aunque el entusiasmo americano y francés por los «derechos del hombre» se vio rápidamente enfriado por el nacimiento del Estado nacional, el cual, aunque de corta vida, fue el único resultado perdurable de la revolución en Europa, lo cierto es que, de una forma u otra, la política mundial ha sido desde entonces un atributo de la política.

Hay otro aspecto de las teorías hegelianas derivado también de las experiencias de la Revolución Francesa, que tiene incluso mayor interés para nosotros, puesto que ejerció una influencia más directa sobre los revolucionarios de los siglos XIX y XX, todos los cuales, aunque no aprendiesen sus lecciones de Marx (el discípulo más distinguido de Hegel de todos los tiempos) y nunca se molestasen en leer a Hegel, contemplaron la revolución con categorías hegelianas. El aspecto a que me refiero atañe al carácter del movimiento histórico, que, según Hegel y sus discípulos, es a la vez dialéctico y necesario: de la revolución y la contrarrevolución, desde el catorce de julio al dieciocho Brumario y la restauración de la monarquía, nació el movimiento y el contra-movimiento dialéctico de la historia que arrastra a los hombres con su flujo irresistible, como una poderosa corriente subterránea, a la que deben rendirse en el momento mismo en que intentan establecer la libertad sobre la tierra. Este es el significado de la famosa dialéctica de la libertad y la necesidad, proceso en el que ambos términos pueden coincidir, lo que constituye quizá una de las paradojas más terribles y, desde el punto de vista humano, menos soportable de todo el sistema del pensamiento moderno. Sin embargo, Hegel, quien en un principio había considerado 1789 como la fecha en que se había producido la reconciliación entre la tierra y el cielo, todavía pudo haber concebido la palabra «revolución» en su contenido metafórico original, como si en el curso de la Revolución Francesa el movimiento irresistible y sometido a leyes de los cuerpos celestes hubiera descendido sobre la tierra y los asuntos humanos, confiriéndoles una «necesidad» y regularidad que parecían estar más allá del «oscuro azar» (Kant), la nefasta «mezcla de violencia y vaciedad» (Goethe) que hasta en-tonces habían sido, al parecer, los rasgos típicos de la historia y del curso del mundo. De aquí que la idea paradójica según la cual la libertad es fruto de la necesidad, de acuerdo a nuestra interpretación de Hegel, no era más paradójica que la reconciliación del cielo y la tierra. Por lo demás, nada había de gracioso en la teoría hegeliana ni ningún rasgo de humor inútil en su dialéctica de la libertad y la necesidad. Por el contrario, aun entonces debieron atraer fuertemente a quienes todavía estaban bajo el impacto de la realidad política: su fuerza de convicción, aún vigente, ha residido desde entonces menos en la evidencia teórica que en una experiencia siempre renovada durante siglos de guerras y revoluciones. El moderno concepto de la historia, que acentúa de modo singular la idea de la historia como proceso, tiene orígenes diversos y, entre ellos, de modo muy especial, el temprano concepto moderno de la naturaleza como proceso. Mientras los hombres tuvieron como modelo las ciencias naturales y concibieron este proceso como un movimiento fundamental cíclico, rotatorio y eternamente recurrente e incluso Vico siguió considerando el movimiento histórico en estos términos — era inevitable que la necesidad fuese algo inherente tanto al movimiento astronómico como al histórico. Todo movimiento cíclico es un movimiento necesario por definición. Ahora bien el hecho de que la necesidad, como característica inherente a la historia, sobreviviera a la ruptura moderna operada en el ciclo de recurrencias eternas e hiciese su reaparición en un movimiento que era esencialmente rectilíneo y que, por tanto, no retrocedía a lo ya conocido sino que tendía hacia un futuro ignoto, tal hecho, decimos, debe su existencia no a la especulación teórica, sino a la experiencia política y al curso de los acontecimientos históricos.





1 A lo largo de todo este capítulo me he servido ampliamente de los tra-bajos del historiador germánico Karl Griewank, desgraciadamente inaccesibles en inglés. Su primer artículo «Staatsumwälzung und Revolution in der Auffassung der Renaissance und Barockzeit, que se publicó en la Wissenchafliche Zeitschrift der Friedrich-ScbillerUnivesität Jena, 1952-53, Heft 1 y su Hbro posterior Der neuzeitliche Revolutionsbegriff, 1955, superan toda La literatura restante sobre el tema

2 Véase el art. «Revolution» en el Oxford English Dictíonary.

*Expresión que designa, en la historia constitucional inglesa, el remanente del Parlamento Largo, después de la expulsión de sus miembros por Cronrwell en 1648. [N. del T.]

3 Clinton Rossiter: The First American Revolution, Nueva York, 1956, página 4.

4 L’Ancien Régime, París, 1953, vol. II, p. 72.

5 En la «Introducción» a la segunda parte de Rights of Man.

6 Véase Fritz Schulz; Prinzipien des römischen Rechts, Berlín, 1954, página 147.

7 Griewank, en el artículo citado en la nota 24, señala que la frase «Es una revolución» se aplicó primero a Enrique IV de Francia y a su conversión al catolicismo. Cita a este efecto la biografía de Enrique IV escrita por Hardouin de.Péréfixe (Histoire du Roy Henri le Grand, Armsterdam, 1661), a quien los acontecimientos de la primavera de 1594 le merecen las siguientes palabras: el gobernador de Poitiers voyant qu’il ne pouvait pas empêcher cette révolution, s’y laissa entrainer et composa avec le Roy. Como observa el propio Griewank, la idea de irresistibilidad aparece aquí aún muy mezclada al significado originariamente astronómico de un movimiento que «retrogira» hasta su punto de partida. En efecto, «Hardouin consideró todos estos acon-tecimientos como una vuelta de los franceses a su princs naturel». Liancourt no podía querer expresar nada de esto.

8 Las palabras de Robespierre, pronunciadas el 17 de noviembre de 1793 ante la Convención Nacional, que me he limitado a parafrasear, son las si-guientes: «Les crimes de la tyrannie accélérèrent le progrès de la liberté et les progrès de la liberté multiplièrent les crimes de la tyrannie... une réaction continuelle dont la violence progressive a opéré en peu d’années I’ouvrage de plusieurs siècles». Oeuvres, ed. Laponneraye, 1840, vol. IIÍ, p. 446. 32 Cit. por el libro de Griewank, ob. cit., p. 243.

9 Cit. por el libro de Griewank, ob. cit., p. 243.

10 En su discurso de 5 de febrero de 1794, ob. cit., p. 543.

11 The Federalist (1787), ed. Jacob E. Cooke, Meridian, 1961, n. 11. 52

12 Cit. por Theodor Schieder: «Das Problem der Revolution im 19. Jahn hundert», en Historische Zeitschrift, vol. 170, 1950.

13 Véase la «Introducción del autor» a Democracy in America: «Una nueva ciencia de la política es precisa para un nuevo mundo».

14 Griewank —en su artículo citado en la nota 24— puso de relieve el papel del espectador en el nacimiento de un concepto de revolución: «Wolle wir dem Bewusstein des revolutionären Wandels in seiner Entstehung nachgehen, so finden wir es nicht so sehr bei den Handelnden selbst wie bei ausserhalb der Bewegung stehenden Beobachtern zuerst klar erfasst». Proba-blemente llegó a este descubrimiento bajo la influencia de Hegel y Marx, aunque se lo aplica a los historiógrafos florentinos, de modo equivocado, a mi juicio, porque estas historias fueron escritas por estadistas y políticos florentinos. Ni Maquiavelo ni Guicciardini fueron espectadores en el sentido en que lo fueron Hegel y otros historiadores del siglo XIX.

PSSP